
Alguien dijo por ahí que la música no llenaba el aire, sino la sangre. Y era imposible no percibirlo en vos. Te llenaba la sangre y se te agolpaba en los pulmones, te acordonaba la garganta y te henchía las costillas, te lloraba en los ojos, te punzaba en la lengua, te bullía en el vientre y te explotaba en el alma.
Y, sin embargo, tus manos temblaban aterradas sin poder acariciar una sola cuerda, tu boca se marchitaba sin saborear una nota y tu voz se derretía en palabras pulcras, llenas de orden y pesadas como si el mundo entero estuviera colgado, aferrado a ellas.
Tantas horas dejaste ir, cuántos días se volvieron años mientras intentabas acallar aquella música que se te hacía sudor frente al espejo, esa melodía que parecía atravesarte cuando, tendido en la cama, el techo era el único testigo de tus sueños que subían hasta él para quedar allí anclados, como un naufragio sin fondo del mar que lo arrullase.
Las notas se te hicieron canas, las letras se te hicieron pliegues que te taparon la cara para que ya no te diera vergüenza enfrentarte a vos mismo cada mañana.
Pero la sangre, tu sangre, sigue estando llena de acordes que pujan por salir. Sos el único que ha decidido enmudecer tu instumento. Me privaste de escucharlo. Me negaste crecer con lo que tenías que decir.
Afinado o no afinado, necesito escucharte sonar, a mí no me tocó traer música en la sangre, me tocó traer montañas cargadas de ecos... y yo quiero escucharlas. Sólo te pido que no vayas a morirte llevándote tu música encerrada.