miércoles, 5 de noviembre de 2008

Bosque


Esa mirada, un filo abierto de costado, me espera en lo oscuro de mis entrañas, en la niebla de mis sueños para atormentarme. Enciende el volcán que se retuerce dentro de mí hasta robarme el sol y dejarme, lánguida, llorando por un mediodía de luz cristalina que no puedo ver. Mis lágrimas son pesadas, hechas de hiel y limón, me cortan la cara, me azotan, me ultrajan... quiero ser invisible. Y las derramo con tu nombre en las manos, implorando una palabra que me muestre una salida de este laberinto en el que nos metimos desde aquel día a orillas del río, en medio de ese bosque cerrado y voces de magia ocultas tras los árboles.

Y hoy quiero reírme, quiero ser libre. Ayudame a cerrar el círculo: vos adentro y yo afuera, yo adentro y vos afuera, y el agua que nos tape y nos transforme, la luna que nos ilumine con su danza de plata y nos tiña de púrpura desde lo más hondo de nuestros cuerpos.

Quiero bailar sobre ese círculo, al compás de ese violín de las esferas que despertó a mis diosas y las puso en guardia, al compás de ese sonido vibrante que edificó en mí un mar de creación, en el que me veo emperatriz y cocreadora, en el que sé que tejo la telaraña sobre la que tambaleamos, en el que se refleja el mapa que dibujo al caminar sobre esta tierra.

Mi círculo te envuelve, te tiñe de rosa, te levanta en el aire y te aleja de mí, mientras yo te doy las gracias por haberme atestado un golpe certero en el estómago, en el centro mismo del ser que creo ser mientras estoy frente a vos. Me frenaste en la rodada cuesta abajo, y me pusiste de nuevo de cara a la cima que quiero alcanzar.

Si tan sólo dejaras de lado la venda que te ciega, podríamos recorrer ese camino de a dos, enlazando de nuevo nuestras almas para juntar los pedazos rotos y ser libres de una vez por todas. El camino así, sola, se me hace más pesado, pero estoy dispuesta a llegar a la cima igual y compartir la victoria con vos cuando pueda ver el sol salir y ponerse desde ese mismo, exquisito lugar, a través de mis ojos que también son los tuyos.
Dejo mi gratitud grabada en la tela cósmica para que algún día puedas leerla. Espero que se le haya desprendido para entonces la costra de amargura y dolor que hoy la encierra, como una ostra que se abre para revelar la perla nacida de una punzada en su vientre.

jueves, 31 de julio de 2008

La música en la sangre


Alguien dijo por ahí que la música no llenaba el aire, sino la sangre. Y era imposible no percibirlo en vos. Te llenaba la sangre y se te agolpaba en los pulmones, te acordonaba la garganta y te henchía las costillas, te lloraba en los ojos, te punzaba en la lengua, te bullía en el vientre y te explotaba en el alma.

Y, sin embargo, tus manos temblaban aterradas sin poder acariciar una sola cuerda, tu boca se marchitaba sin saborear una nota y tu voz se derretía en palabras pulcras, llenas de orden y pesadas como si el mundo entero estuviera colgado, aferrado a ellas.

Tantas horas dejaste ir, cuántos días se volvieron años mientras intentabas acallar aquella música que se te hacía sudor frente al espejo, esa melodía que parecía atravesarte cuando, tendido en la cama, el techo era el único testigo de tus sueños que subían hasta él para quedar allí anclados, como un naufragio sin fondo del mar que lo arrullase.

Las notas se te hicieron canas, las letras se te hicieron pliegues que te taparon la cara para que ya no te diera vergüenza enfrentarte a vos mismo cada mañana.

Pero la sangre, tu sangre, sigue estando llena de acordes que pujan por salir. Sos el único que ha decidido enmudecer tu instumento. Me privaste de escucharlo. Me negaste crecer con lo que tenías que decir.

Afinado o no afinado, necesito escucharte sonar, a mí no me tocó traer música en la sangre, me tocó traer montañas cargadas de ecos... y yo quiero escucharlas. Sólo te pido que no vayas a morirte llevándote tu música encerrada.

jueves, 3 de abril de 2008

El mar de los mil soles

Claro que puedo crecer y puedo hacer que estas piedras en el camino se hagan escalones hacia una cima que se desdibuja cada vez que me concentro en ella... porque el camino se disuelve y se vuelve de agua y me arrastra hasta lugares que ni siquiera sabía que existían.

Y mientras floto tranquilamente hacia ese valle que tan bien conocía y que llegué a conocer entrañablemente, me doy cuenta de que hoy el río se detuvo y me empujó sobre una playa llena de atardeceres y de soles que dibujan rayos naranjas y amarillos en un horizonte que me rodea de lado a lado. El mar se vuelve etéreo, como el aire, y me llena los pulmones con un oxígeno que hacía rato que añoraba y que había olvidado cuánta vida que encerraba.

Y puedo respirar agua, porque siempre fui agua, porque me puedo ver a trasluz y deshacerme en rocío...
Sangro agua y sangro arena, y me veo al espejo esperando encontrar a un ser cristalino... Pero es de carne... Y sólo ahí entiendo que estuve años deseando pisar tierra, besar el aire, oler los bosques. Perder la inmortalidad por un instante duele, pero el desafío de sentir ese dolor, de aprender de él, de guiñarle un ojo cuando los símbolos nos hablan con el mismo lenguaje... Eso hace que tengan sentido las miles de inmortalidades que, trenzadas en un cordón infinito, unen la tierra y el cielo, tu río, mi río y aquel mar de los mil soles.

domingo, 30 de marzo de 2008

Un bosque de cristales



Se abrió de pronto esa puerta a otra realidad y me sentí de nuevo en casa. Los árboles me saludaban con hojas de estalactitas talladas desde un corazón de esmeralda que palpitaba a través de esos capullos transparentes. El agua se colaba a través de esas ramitas hechas de perlas y facetas diamantadas y florecía en miles de cristales.
Los rayos del sol rebotaban de un gigante a otro y hacían de ese bosque la casa de los mil espejos, donde yo me veía sin rostro, sin cuerpo, sin mí. Yo era yo. Era todo lo que había y era todo lo que era. Yo estaba.
El bosque me nació desde adentro y se arraigó en aquel rincón muy mío de la tierra. Translúcido, etéreo... como una pared de aire entre tu mundo y el mío. Un viento circular soplado por las alas de las mariposas y otras alas que suelen asomarse por ahí daba vueltas entre las hojas y me devolvía una brisa pura, con aire de sal y gusto a néctar que me abría los pulmones hasta dejarlos fuera de mí.
Era como estar parada en un fondo del mar que se había escapado de sus pies de arena y había cristalizado el agua en forma de troncos, pinos, piñas... Era nieve iridiscente en pleno verano, cuentas de luz en plena noche, estrellas pulsantes al alcance de mi mano.
Y estaba allí para mí, para cada vez que me atreviera a pisarlo. Puedo soñarlo, puedo pintarlo, puedo añorarlo... decido vivirlo. En algún resquicio caprichoso de mi andar, me vuelvo a econtrar con el bosque de cristales y entonces me acuerdo de quién soy. Me pierdo en el bosque y, mientras allí pasan los días y los años con la lentitud efímera de la eternidad, vuelvo a este mismo instante en el que compartimos este suelo, como si nunca me hubiera ido. O quizás sí, porque vuelvo con otro brillo en la mirada y hay quien me mira sin palabras y sabe también cómo buscarme en aquel bosque.

Hoy: Esperanza


(Thanks to Margie's Cards!)


La esperanza es simplemente una expectativa hasta que podés poner esa emoción en movimiento mediante un deseo intenso. No la dejes escaparse. Confiá en tus sentimientos y esperá resultados positivos. Hay una fuerte necesidad de anticipar que las cosas se van a dar como querés. Tené confianza en que vas a encontrar un puerto seguro en medio de la tormenta. A menudo, este mensaje llega cuando tu confianza necesita un empujoncito. Las situaciones pueden cambiar de un momento a otro. No dudes en que ESTO TAMBIÉN PASARÁ. Quizás necesitás mirar con más atención y descubrir dónde ponés resistencia. La esperanza puede sugerir cierta duda. Que este mensaje alimente tu sentido de resolución y te dé confianza para saber que lo que vaya a suceder será lo correcto. La esperanza indica una posibilidad. Convertíla en probabilidad y llevála hasta el máximo de su potencial. Hacé, saltá, corré, no la dejes escapar. La esperanza no es nada sin la acción que la puede convertir en realidad.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Alas de libélula

Con alas recortadas en un cristal hecho de seda, Clara dejaba salir ese torrente multicolor que encerraba su cuerpo y hacía que el sol dibujara arco iris sobre las sombras.

La suya propia era iridiscente y no color sombra como todas las demás. Es que Clara llevaba una libélula prendida en el alma y uno no podía mirarla a los ojos sin ver esas chispas de magia que reverdecían desde su interior.

Había aceptado su destino de libélula y, si bien el camino había sido tortuoso y demasiado largo, hoy podía vernos desde el aire y salpicarnos gotas de transformación con cada palabra.

Clara, la que compartía los secretos del agua, había nacido 73 años atrás, en una tierra empantanada, cubierta de sauces llorones y troncos enmohecidos, resquebrajados por el ulular de un viento que azotaba, monótono, sin cambiar ni una sola pincelada del paisaje.
Su capullo se había perdido entre el lodo y fue ninfa del agua, al igual que todas las libélulas, largos años hasta encontrar sus alas.

Fue aprendiendo a despojarse del pasado, de los miedos, de las culpas, de un futuro incierto aunque plagado de funestas certezas, y en ese desnudarse, encontró la liviandad que necesitaba para habitar su nuevo mundo: el aire.
Y transformó su cuerpo para aventurarse en un universo que le era desconocido. Con temor, aunque con mucha osadía, se dejó arrastrar por la vida como una balsa sin remos, a la deriva de una voluntad que envolvía la suya.
El barro dio lugar a una fuerte correntada y, entre remolinos y rompientes, llegó a una cascada de espumas donde se terminó de repente el mundo que le era tan opresivamente familiar.
Con bocanadas desesperadas, pero con una ansiedad que la comprimía y la alargaba como un resorte, sintió cómo una mano gigantesca la robaba del agua y la dejaba pendiendo en el aire. Desde allí, podía ver su reflejo en el agua, su aletear ligero y sutil, sus colores, su fuego.

Era una nueva mirada sobre su vida, una misma Clara, pero más despierta, más consciente de su papel en este enorme juego de los opuestos.
Una libélula adulta con todo un pasado de ninfa de agua a sus pies y un futuro de alas multicolor por delante. Una venda apelmazada y raída se le había caído de los ojos y ahora podía ver un mundo sin velos, sin engaños... estaba del otro lado del espejo.

Su andar liviano y etéreo iba grabando las líneas de un mapa en el que cada uno jugaba un papel demasiado importante como para no verlo. Sin embargo, necesitaban poder verlo desde el aire.
Y, por ahora, todos seguían siendo criaturas del agua, como Maya, o tenían las manos cargadas de esmeraldas, pero las habían enterrado como un tesoro de piratas.
Ay, Rafael… Clara sólo podía ofrecer un destello de claridad, una linterna en la noche, un ovillo de hilo plateado en un laberinto de piedras salitrosas.
En algún momento, los secretos comenzarían a flotar; en alguna esquina, el mapa se iba a levantar del papel y les iba a caer en la frente como una revelación.

Mientras tanto, entre sueños, les susurraba a todos al oído palabras que dibujaban otras realidades, otras dimensiones, les mostraba pantanos de agua clara, con muchas otras ninfas, y cielos multicolores, con muchas otras libélulas de alas de seda. Y ellos sonreían cuando la escuchaban.
Pero llegaba la mañana y, al ver la libélula en la ventana, sólo se asomaban para ver si las nubes traían aires de tormenta, mientras seguían caminando con el agua lodosa pegada a los pies.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Reflejos


Clara tenía la piel curtida de quien caminó los desiertos sin palabras, tenía los ojos inmensos de quien vio las montañas y se perdió en su reflejo, tenía el pelo urdido de quien sopló junto con el viento y no intento comprenderlo, tenía el pecho amplio de quien nadó por islas silentes que gritan sin letras su existencia.

Clara era la anciana que había aprendido a mirar las preguntas con cierta incertidumbre, pero también a dejarlas pasar como una brisa cargada con aires de tormenta. Sabía desdibujar las palabras en el sol y rearmarlas bajo la luna, sabía que las palabras no escondían ese significado que tanto se empeñaban en darles. Clara vivía entre los símbolos, lengua de tiempos y criaturas encontradas y entremezcladas. Un círculo era para ella un mundo infinito, un espejo de la perfección, el transcurrir del tiempo, sin principio ni fin, una mágica proporción dorada que mostraba la simpleza de lo complejo con un destello de sol.

Clara encontraba círculos en el agua y podía juntarlos hasta formar una torre y bañarse en la cascada que caía desde lo alto, bajo esa columna de esferas que podía desmoronarse en cualquier momento y rodar por el pasto en forma de perlas nacaradas o rebotar y esparcirse como alas de mariposa.

En un mundo sin palabras, ella era maestra de un lenguaje tácito que se deshacía en colores, sensaciones y signos, signos y más signos. Los mandalas que encontraba en el centro de una flor le hablaban del centro de su propio ser, con pétalos abiertos y zumbidos de abejas que podían resonar infinitamente hasta que Clara llegaba a ser parte de la flor y la flor se abría, encarnada, dentro de Clara.

Pero no había sido siempre así. Antes de ser vasta y poder tapar el llano con una mano, antes de ser amplia y poder ensombrecer el bosque con su propia sombra, Clara había sido pequeña, enjuta, y frágil como una estalactita nacida en las entrañas de una caverna. Su mundo había sido de ecos y redoble de tambores, de cañones que partían el aire con su trueno y de bombas que abrían la tierra con sus garras. Su piel de hielo temblaba, pendida de una piedra que le daba abrigo. Se sentía segura al amparo de esas rocas. Eran muros. La contenían, sí, pero a su vez la encerraban. Su mundo chiquito estaba atestado de preguntas que la acosaban. La tristeza de la familia desmembrada, de patrias lejanas guardadas como un mapa doblado y ajado entre los libros amarillos de la biblioteca... eso le pesaba y, dentro de esa cueva que ella misma se iba entretejiendo, su ser de estalactita se iba haciendo más largo, más fino y más frágil.

Tuvo que ser una bomba la que rompiera el techo que la sostenía. Cayó un día, con un silbido sordo que helaba las vidas de alrededor y la quebró. La estalactica cayó y se hizo añicos. La cueva se partió y el sol que le ardía la piel resquebrajada como hermanado con las bayonetas del enemigo la derritió. Clara sintió el derrumbe. Cada uno de esos añicos llegó al fondo. Se convirtió en el fondo. Ella sintió que se desdibujaba, que no tenía saliente de dónde agarrarse, que la corriente la arrastraba... y se mezcló con el agua. Y llegó al río. Y ya no fue más Clara. Ahora era un montón de Claras vueltas a unir en un mismo cuerpo, pero al que parecía no responderle su contorno.
Era un manojo de reflejos, una torre de panales chorreados de miel, una pila de simientes, un campo de amapolas, un mar de corales, un mundo de constelaciones, de símbolos superpuestos, y llevaba en la mano un ovillo enredado de trazos que antes habían sido palabras.