jueves, 20 de diciembre de 2007

Alas de libélula

Con alas recortadas en un cristal hecho de seda, Clara dejaba salir ese torrente multicolor que encerraba su cuerpo y hacía que el sol dibujara arco iris sobre las sombras.

La suya propia era iridiscente y no color sombra como todas las demás. Es que Clara llevaba una libélula prendida en el alma y uno no podía mirarla a los ojos sin ver esas chispas de magia que reverdecían desde su interior.

Había aceptado su destino de libélula y, si bien el camino había sido tortuoso y demasiado largo, hoy podía vernos desde el aire y salpicarnos gotas de transformación con cada palabra.

Clara, la que compartía los secretos del agua, había nacido 73 años atrás, en una tierra empantanada, cubierta de sauces llorones y troncos enmohecidos, resquebrajados por el ulular de un viento que azotaba, monótono, sin cambiar ni una sola pincelada del paisaje.
Su capullo se había perdido entre el lodo y fue ninfa del agua, al igual que todas las libélulas, largos años hasta encontrar sus alas.

Fue aprendiendo a despojarse del pasado, de los miedos, de las culpas, de un futuro incierto aunque plagado de funestas certezas, y en ese desnudarse, encontró la liviandad que necesitaba para habitar su nuevo mundo: el aire.
Y transformó su cuerpo para aventurarse en un universo que le era desconocido. Con temor, aunque con mucha osadía, se dejó arrastrar por la vida como una balsa sin remos, a la deriva de una voluntad que envolvía la suya.
El barro dio lugar a una fuerte correntada y, entre remolinos y rompientes, llegó a una cascada de espumas donde se terminó de repente el mundo que le era tan opresivamente familiar.
Con bocanadas desesperadas, pero con una ansiedad que la comprimía y la alargaba como un resorte, sintió cómo una mano gigantesca la robaba del agua y la dejaba pendiendo en el aire. Desde allí, podía ver su reflejo en el agua, su aletear ligero y sutil, sus colores, su fuego.

Era una nueva mirada sobre su vida, una misma Clara, pero más despierta, más consciente de su papel en este enorme juego de los opuestos.
Una libélula adulta con todo un pasado de ninfa de agua a sus pies y un futuro de alas multicolor por delante. Una venda apelmazada y raída se le había caído de los ojos y ahora podía ver un mundo sin velos, sin engaños... estaba del otro lado del espejo.

Su andar liviano y etéreo iba grabando las líneas de un mapa en el que cada uno jugaba un papel demasiado importante como para no verlo. Sin embargo, necesitaban poder verlo desde el aire.
Y, por ahora, todos seguían siendo criaturas del agua, como Maya, o tenían las manos cargadas de esmeraldas, pero las habían enterrado como un tesoro de piratas.
Ay, Rafael… Clara sólo podía ofrecer un destello de claridad, una linterna en la noche, un ovillo de hilo plateado en un laberinto de piedras salitrosas.
En algún momento, los secretos comenzarían a flotar; en alguna esquina, el mapa se iba a levantar del papel y les iba a caer en la frente como una revelación.

Mientras tanto, entre sueños, les susurraba a todos al oído palabras que dibujaban otras realidades, otras dimensiones, les mostraba pantanos de agua clara, con muchas otras ninfas, y cielos multicolores, con muchas otras libélulas de alas de seda. Y ellos sonreían cuando la escuchaban.
Pero llegaba la mañana y, al ver la libélula en la ventana, sólo se asomaban para ver si las nubes traían aires de tormenta, mientras seguían caminando con el agua lodosa pegada a los pies.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Reflejos


Clara tenía la piel curtida de quien caminó los desiertos sin palabras, tenía los ojos inmensos de quien vio las montañas y se perdió en su reflejo, tenía el pelo urdido de quien sopló junto con el viento y no intento comprenderlo, tenía el pecho amplio de quien nadó por islas silentes que gritan sin letras su existencia.

Clara era la anciana que había aprendido a mirar las preguntas con cierta incertidumbre, pero también a dejarlas pasar como una brisa cargada con aires de tormenta. Sabía desdibujar las palabras en el sol y rearmarlas bajo la luna, sabía que las palabras no escondían ese significado que tanto se empeñaban en darles. Clara vivía entre los símbolos, lengua de tiempos y criaturas encontradas y entremezcladas. Un círculo era para ella un mundo infinito, un espejo de la perfección, el transcurrir del tiempo, sin principio ni fin, una mágica proporción dorada que mostraba la simpleza de lo complejo con un destello de sol.

Clara encontraba círculos en el agua y podía juntarlos hasta formar una torre y bañarse en la cascada que caía desde lo alto, bajo esa columna de esferas que podía desmoronarse en cualquier momento y rodar por el pasto en forma de perlas nacaradas o rebotar y esparcirse como alas de mariposa.

En un mundo sin palabras, ella era maestra de un lenguaje tácito que se deshacía en colores, sensaciones y signos, signos y más signos. Los mandalas que encontraba en el centro de una flor le hablaban del centro de su propio ser, con pétalos abiertos y zumbidos de abejas que podían resonar infinitamente hasta que Clara llegaba a ser parte de la flor y la flor se abría, encarnada, dentro de Clara.

Pero no había sido siempre así. Antes de ser vasta y poder tapar el llano con una mano, antes de ser amplia y poder ensombrecer el bosque con su propia sombra, Clara había sido pequeña, enjuta, y frágil como una estalactita nacida en las entrañas de una caverna. Su mundo había sido de ecos y redoble de tambores, de cañones que partían el aire con su trueno y de bombas que abrían la tierra con sus garras. Su piel de hielo temblaba, pendida de una piedra que le daba abrigo. Se sentía segura al amparo de esas rocas. Eran muros. La contenían, sí, pero a su vez la encerraban. Su mundo chiquito estaba atestado de preguntas que la acosaban. La tristeza de la familia desmembrada, de patrias lejanas guardadas como un mapa doblado y ajado entre los libros amarillos de la biblioteca... eso le pesaba y, dentro de esa cueva que ella misma se iba entretejiendo, su ser de estalactita se iba haciendo más largo, más fino y más frágil.

Tuvo que ser una bomba la que rompiera el techo que la sostenía. Cayó un día, con un silbido sordo que helaba las vidas de alrededor y la quebró. La estalactica cayó y se hizo añicos. La cueva se partió y el sol que le ardía la piel resquebrajada como hermanado con las bayonetas del enemigo la derritió. Clara sintió el derrumbe. Cada uno de esos añicos llegó al fondo. Se convirtió en el fondo. Ella sintió que se desdibujaba, que no tenía saliente de dónde agarrarse, que la corriente la arrastraba... y se mezcló con el agua. Y llegó al río. Y ya no fue más Clara. Ahora era un montón de Claras vueltas a unir en un mismo cuerpo, pero al que parecía no responderle su contorno.
Era un manojo de reflejos, una torre de panales chorreados de miel, una pila de simientes, un campo de amapolas, un mar de corales, un mundo de constelaciones, de símbolos superpuestos, y llevaba en la mano un ovillo enredado de trazos que antes habían sido palabras.

In the Deep


Artista: Kathleen York

Canción de la película "Crash" (Vidas cruzadas)

Thought you had all the answers

to rest your heart upon

but something happens

don't see it coming, now

you can't stop yourself

now you're out there

swimming in the deep


Life keeps tumbling you heart in circles

till you let go

till you shed your pride

and you climb to heaven

and you throw yourself off

now you're out there spinning in the deep

domingo, 16 de diciembre de 2007

Flores y estalactitas

El tiempo envuelve a las almas en su espiral descendente y las trae, cual remolino de vientos y arenosas tormentas, al plano más denso, menos sutil y más áspero de todos: la Tierra.

Las almas aprovechan ese recreo poco espiritual para dar rienda suelta a sus instintos más oscuros, a la sombra contenida en años de eternidad. Tanto las pequeñas malicias como los deseos más perturbadores pueden volverse realidad en manos de carne y sangre. Las almas, sabias pero pacientes, no pueden más que esperar dentro de ese palpitante encierro temporal.

Y el alma llega con la plenitud de la primavera, con la poca resistencia de un suelo fértil, con la mirada expectante de quien descubre todo por primera vez.
De la mano de grandes maestros, la vida y el cielo que llamea dentro, el alma va aprendiendo, sonriente, tropezando con sus propios errores, llorando sus equivocaciones y sembrando semillas que empezarán a crecer.

Entonces, es tiempo del verano abrasador, con su revolución de ideas, de sentimientos y de ojos que descubren el disfrute intenso de praderas colmadas de generosos pastos y sinuosos juncos.
El viento es cálido y las flores de la primavera se han convertido en jugosos frutos que se derriten en la boca acalorada de quien se entrega a probarlos. Y el alma atraviesa la etapa más terrenal, de paraíso al alcance de la mano, de experiencias subyugantes que hacen confundir cielo y tierra con tan sólo un parpadeo.
¿De esto se trata la vida en la Tierra? Quizás… el amor lujurioso, el amor codicioso, el amor posesivo que encadena al Amor eterno e incondicional es algo que sólo aquí se puede experimentar, algo que sólo con la sensibilidad de un cuerpo se puede sentir.

La espiral continúa su ronda para que el otoño amarillee todo, para que la hojarasca cubra las semillas de aquella primavera y, aunque parezcan perdidas, u olvidadas, allí quedarán, a la espera de alguna otra primavera que las haga germinar.
Y ese otoño, que entristece con la palidez del sol que se hace cada vez más lejano, y con la mudez de la vida que va ajando todo alrededor hace que el ama se pierda, y en sus desvaríos sin respuesta quede a la intemperie y caiga víctima de sus profundos pesares, sus pecaminosas dudas, sus asfixiantes miedos y su ego, que le habla y le habla sin parar.
El campo tibio y húmedo del otoño es vientre fértil para que los temores y las hieles enconadas se vuelvan puñales ensangrentados, pasiones incontrolables y némesis irrefrenables.

Y entonces es tiempo del invierno, que con su aliento de nieve lo congela todo y lo convierte en espejo donde nuestra alma se ve reflejada y siente la necesidad mordaz de arrepentirse, de enmendar lo mal hecho y de ponerse en forma para abrirse a la luz de una nueva primavera.
Las estalactitas del invierno son flores de escarcha que visten el alma de duelo y le recuerdan la ardua tarea que aún queda por realizar. Ponerse en forma implica recuperar el cuerpo, a pesar del paisaje helado, alinear la mente para escarbar entre la nieve y la herrumbre y ser capaz de recuperar la esencia de lo etéreo, de lo imperturbable del alma, de la sangre pulsante de la primavera.
El frío sopla en nosotros una claridad tan intensa que quema todo lo que está grabado a fuego, para derretirlo con la fuerza y la impiedad de un volcán, para dejar la tabla lisa, nueva, donde volver a grabar.

El invierno es capaz de matar los monstruos del otoño, clava las garras de sus estalactitas en el corazón más negro y se nutre de esa sangre escarlata para dar vida a nuevas flores.
Serán tal vez flores de terciopelo grueso, más densas y complejas que en las primeras primaveras, pero es que la vida, en su a veces doloroso rondar de muertes y nacimientos, se apegó a la espiral del tiempo para ir haciendo flores de las estalactitas hasta que ya no haya más espejos en qué mirarse, ni estalactitas ni nieve que transformar.

Día de la raza

Éste era el primer año que Luciana venía a nuestra escuela. Su familia se había mudado a la ciudad en el verano. La profesora que nos la presentó dijo que Luciana era de ascendencia mapuche y nosotros nos miramos con cara de desconfianza porque la verdad es que no parecía mapuche.
Era medianamente alta y bastante delgada, tenía la piel morena, sí, es verdad, pero tenía el pelo largo, lacio y dorado. Además, tenía ojos de un color miel azucarado, con perlitas amarillas que brillaban hasta en la oscuridad.

Luciana siempre llevaba algo azul que le adornaba el pelo o el guardapolvo. No eran cosas de un azul cualquiera: siempre era un azul que reflejaba el cielo... o el agua más bien. Era un color entre turquesa y celeste que hasta podía llegar a parecer transparente.
Se hacía trenzas atadas con cintas de ese color, que se le iban derritiendo durante las horas de clase. Se ponía prendedores en la solapa del guardapolvo que parecían de vidrio o de gelatina cuando llegaba a la mañana, pero que siempre terminaban mojándole el cuaderno cuando se deshacían.

Era tan callada que pensamos que no hablaba. Cuando había que decir algo en clase, ella lo escribía y se lo llevaba a la profesora. De verdad, creíamos que era muda. Hasta le hacíamos algunas señas que habíamos aprendido por ahí. Y ella nos respondía también usando las manos y unos cuantos gestos.

Y lo más raro es que Luciana caminaba como cualquiera de nosotros, pero dejaba marcadas pisadas húmedas, como cuando uno sale de la pileta en el verano. Quisimos preguntarle por qué le pasaba eso, pero ninguno de nosotros conocía tantas señas como para preguntárselo usando las manos. Se lo escribimos en un papel y esperamos ahí alrededor, ansiosos, a ver qué respondía, pero solamente se rió y señaló con un dedo el techo del aula. La verdad que no entendimos qué quiso decir.

Llegó octubre y, en la escuela, nos estábamos preparando para los actos del Día de la raza. Nos entusiasmaba más el feriado largo que el acto en sí, porque era siempre lo mismo: hablaríamos de Colón, de toda América y un poco de los indios... del gran crisol de razas que es este continente nuevo y cosas por el estilo. Mientras la profesora explicaba todo eso, no sé por qué me quedé observando a Luciana. Parecía que los ojos se le inundaban, que las trenzas le lloraban, que los prendedores le caían en cascadas. Pero no hizo ningún gesto. Incluso la profesora le explicó que ella era la que iba a "actuar" de india porque, claro, ni siquiera tenía que pintarse. Nomás tenía que ponerse una peluca morocha, porque los indios no tenían el pelo rubio. Ella dijo que sí con la cabeza.

Y vino el día del acto. Ahí estábamos todos listos, nos acomodamos en el escenario tal como habíamos estado ensayando. Faltaba Luciana, que no llegaba. Ya estábamos impacientes porque era la hora de empezar y ella no estaba. Y era la única representante de los indios, no podíamos empezar sin ella. Encima, el escenario mostraba un mapa gigante de toda América y a Luciana le tocaba pararse en la cordillera de los Andes, justo en la región de los lagos, aunque ahí parada ocupaba casi toda la Argentina. No podía quedar justo la Argentina sin representante.

La profesora decidió que se subiera el telón igual y que empezáramos... Y antes de que arrancara el disco con la música, se oyó el sonido de un tambor, como un timbal, profundo y melancólico, pero lleno de vida. Nos dimos cuenta de que venía del público, lo tocaba una señora que estaba sentada en la primera fila, tenía la piel tostada, trenzas negras hasta la cintura y un vestido como una túnica de color violeta con bordes amarillos y el esquema de un águila en el pecho.

Junto con el sonido del tambor, llegó Luciana y se colocó rápido en su lugar. Traía una canasta enorme de flores, espigas de trigo y granos de cereal. Eso no era parte de lo que tenía que hacer en el acto y nos quedamos mirándola, sorprendidos. Pero, con una sonrisa enorme y ojos que parecían hechos de luz habló y dijo:
­ --¡Gracias por los días que compartieron conmigo! Traje esta ofrenda para devolverle a la tierra un poco de todo lo que me ha dado, para que la rueda de la abundancia pueda seguir su curso.

Y mientras decía eso, se iba haciendo más y más transparente. Nosotros la mirábamos con la boca abierta... ¡no sabíamos que podía hablar! Y veíamos cómo se iba desdibujando, primero pareció de hielo, después de cristal, después de agua y se fue mezclando como un hilo turquesa con los lagos de la cordillera pintados en el mapa.

El tambor sonó un poquito más y, después, la señora de las trenzas se paró y nos miró con ojos que parecían mirarnos de frente a cada uno y a todos al mismo tiempo. La paz que salía de sus palabras nos envolvió:
--Luciana ha vuelto al agua. Ella es una sirena sumpall; un espíritu mapuche que cuida de las aguas. Como sucede de tanto en tanto, subió a la tierra para acercarnos un poco de su mundo. Esta vez, quiso pasar su último tiempo con ustedes, para ella, ésa era la manera de festejar su Día de la raza.