domingo, 16 de diciembre de 2007

Flores y estalactitas

El tiempo envuelve a las almas en su espiral descendente y las trae, cual remolino de vientos y arenosas tormentas, al plano más denso, menos sutil y más áspero de todos: la Tierra.

Las almas aprovechan ese recreo poco espiritual para dar rienda suelta a sus instintos más oscuros, a la sombra contenida en años de eternidad. Tanto las pequeñas malicias como los deseos más perturbadores pueden volverse realidad en manos de carne y sangre. Las almas, sabias pero pacientes, no pueden más que esperar dentro de ese palpitante encierro temporal.

Y el alma llega con la plenitud de la primavera, con la poca resistencia de un suelo fértil, con la mirada expectante de quien descubre todo por primera vez.
De la mano de grandes maestros, la vida y el cielo que llamea dentro, el alma va aprendiendo, sonriente, tropezando con sus propios errores, llorando sus equivocaciones y sembrando semillas que empezarán a crecer.

Entonces, es tiempo del verano abrasador, con su revolución de ideas, de sentimientos y de ojos que descubren el disfrute intenso de praderas colmadas de generosos pastos y sinuosos juncos.
El viento es cálido y las flores de la primavera se han convertido en jugosos frutos que se derriten en la boca acalorada de quien se entrega a probarlos. Y el alma atraviesa la etapa más terrenal, de paraíso al alcance de la mano, de experiencias subyugantes que hacen confundir cielo y tierra con tan sólo un parpadeo.
¿De esto se trata la vida en la Tierra? Quizás… el amor lujurioso, el amor codicioso, el amor posesivo que encadena al Amor eterno e incondicional es algo que sólo aquí se puede experimentar, algo que sólo con la sensibilidad de un cuerpo se puede sentir.

La espiral continúa su ronda para que el otoño amarillee todo, para que la hojarasca cubra las semillas de aquella primavera y, aunque parezcan perdidas, u olvidadas, allí quedarán, a la espera de alguna otra primavera que las haga germinar.
Y ese otoño, que entristece con la palidez del sol que se hace cada vez más lejano, y con la mudez de la vida que va ajando todo alrededor hace que el ama se pierda, y en sus desvaríos sin respuesta quede a la intemperie y caiga víctima de sus profundos pesares, sus pecaminosas dudas, sus asfixiantes miedos y su ego, que le habla y le habla sin parar.
El campo tibio y húmedo del otoño es vientre fértil para que los temores y las hieles enconadas se vuelvan puñales ensangrentados, pasiones incontrolables y némesis irrefrenables.

Y entonces es tiempo del invierno, que con su aliento de nieve lo congela todo y lo convierte en espejo donde nuestra alma se ve reflejada y siente la necesidad mordaz de arrepentirse, de enmendar lo mal hecho y de ponerse en forma para abrirse a la luz de una nueva primavera.
Las estalactitas del invierno son flores de escarcha que visten el alma de duelo y le recuerdan la ardua tarea que aún queda por realizar. Ponerse en forma implica recuperar el cuerpo, a pesar del paisaje helado, alinear la mente para escarbar entre la nieve y la herrumbre y ser capaz de recuperar la esencia de lo etéreo, de lo imperturbable del alma, de la sangre pulsante de la primavera.
El frío sopla en nosotros una claridad tan intensa que quema todo lo que está grabado a fuego, para derretirlo con la fuerza y la impiedad de un volcán, para dejar la tabla lisa, nueva, donde volver a grabar.

El invierno es capaz de matar los monstruos del otoño, clava las garras de sus estalactitas en el corazón más negro y se nutre de esa sangre escarlata para dar vida a nuevas flores.
Serán tal vez flores de terciopelo grueso, más densas y complejas que en las primeras primaveras, pero es que la vida, en su a veces doloroso rondar de muertes y nacimientos, se apegó a la espiral del tiempo para ir haciendo flores de las estalactitas hasta que ya no haya más espejos en qué mirarse, ni estalactitas ni nieve que transformar.