Éste era el primer año que Luciana venía a nuestra escuela. Su familia se había mudado a la ciudad en el verano. La profesora que nos la presentó dijo que Luciana era de ascendencia mapuche y nosotros nos miramos con cara de desconfianza porque la verdad es que no parecía mapuche.
Era medianamente alta y bastante delgada, tenía la piel morena, sí, es verdad, pero tenía el pelo largo, lacio y dorado. Además, tenía ojos de un color miel azucarado, con perlitas amarillas que brillaban hasta en la oscuridad.
Luciana siempre llevaba algo azul que le adornaba el pelo o el guardapolvo. No eran cosas de un azul cualquiera: siempre era un azul que reflejaba el cielo... o el agua más bien. Era un color entre turquesa y celeste que hasta podía llegar a parecer transparente.
Se hacía trenzas atadas con cintas de ese color, que se le iban derritiendo durante las horas de clase. Se ponía prendedores en la solapa del guardapolvo que parecían de vidrio o de gelatina cuando llegaba a la mañana, pero que siempre terminaban mojándole el cuaderno cuando se deshacían.
Era tan callada que pensamos que no hablaba. Cuando había que decir algo en clase, ella lo escribía y se lo llevaba a la profesora. De verdad, creíamos que era muda. Hasta le hacíamos algunas señas que habíamos aprendido por ahí. Y ella nos respondía también usando las manos y unos cuantos gestos.
Y lo más raro es que Luciana caminaba como cualquiera de nosotros, pero dejaba marcadas pisadas húmedas, como cuando uno sale de la pileta en el verano. Quisimos preguntarle por qué le pasaba eso, pero ninguno de nosotros conocía tantas señas como para preguntárselo usando las manos. Se lo escribimos en un papel y esperamos ahí alrededor, ansiosos, a ver qué respondía, pero solamente se rió y señaló con un dedo el techo del aula. La verdad que no entendimos qué quiso decir.
Llegó octubre y, en la escuela, nos estábamos preparando para los actos del Día de la raza. Nos entusiasmaba más el feriado largo que el acto en sí, porque era siempre lo mismo: hablaríamos de Colón, de toda América y un poco de los indios... del gran crisol de razas que es este continente nuevo y cosas por el estilo. Mientras la profesora explicaba todo eso, no sé por qué me quedé observando a Luciana. Parecía que los ojos se le inundaban, que las trenzas le lloraban, que los prendedores le caían en cascadas. Pero no hizo ningún gesto. Incluso la profesora le explicó que ella era la que iba a "actuar" de india porque, claro, ni siquiera tenía que pintarse. Nomás tenía que ponerse una peluca morocha, porque los indios no tenían el pelo rubio. Ella dijo que sí con la cabeza.
Y vino el día del acto. Ahí estábamos todos listos, nos acomodamos en el escenario tal como habíamos estado ensayando. Faltaba Luciana, que no llegaba. Ya estábamos impacientes porque era la hora de empezar y ella no estaba. Y era la única representante de los indios, no podíamos empezar sin ella. Encima, el escenario mostraba un mapa gigante de toda América y a Luciana le tocaba pararse en la cordillera de los Andes, justo en la región de los lagos, aunque ahí parada ocupaba casi toda la Argentina. No podía quedar justo la Argentina sin representante.
La profesora decidió que se subiera el telón igual y que empezáramos... Y antes de que arrancara el disco con la música, se oyó el sonido de un tambor, como un timbal, profundo y melancólico, pero lleno de vida. Nos dimos cuenta de que venía del público, lo tocaba una señora que estaba sentada en la primera fila, tenía la piel tostada, trenzas negras hasta la cintura y un vestido como una túnica de color violeta con bordes amarillos y el esquema de un águila en el pecho.
Junto con el sonido del tambor, llegó Luciana y se colocó rápido en su lugar. Traía una canasta enorme de flores, espigas de trigo y granos de cereal. Eso no era parte de lo que tenía que hacer en el acto y nos quedamos mirándola, sorprendidos. Pero, con una sonrisa enorme y ojos que parecían hechos de luz habló y dijo:
--¡Gracias por los días que compartieron conmigo! Traje esta ofrenda para devolverle a la tierra un poco de todo lo que me ha dado, para que la rueda de la abundancia pueda seguir su curso.
Y mientras decía eso, se iba haciendo más y más transparente. Nosotros la mirábamos con la boca abierta... ¡no sabíamos que podía hablar! Y veíamos cómo se iba desdibujando, primero pareció de hielo, después de cristal, después de agua y se fue mezclando como un hilo turquesa con los lagos de la cordillera pintados en el mapa.
El tambor sonó un poquito más y, después, la señora de las trenzas se paró y nos miró con ojos que parecían mirarnos de frente a cada uno y a todos al mismo tiempo. La paz que salía de sus palabras nos envolvió:
--Luciana ha vuelto al agua. Ella es una sirena sumpall; un espíritu mapuche que cuida de las aguas. Como sucede de tanto en tanto, subió a la tierra para acercarnos un poco de su mundo. Esta vez, quiso pasar su último tiempo con ustedes, para ella, ésa era la manera de festejar su Día de la raza.